27 de septiembre de 2010

La invención de Castilla

Los años le dieron mucho de sí a Alfonso X. Los sesenta y dos y medio de vida y los casi treinta y dos de reinado. Hizo de todo, le pasó de todo. Tomó, como sobre él dijo el Papa Inocencio IV, «el signo de la cruz contra los sarracenos» y continuó las campañas de conquista militar de Al-Andalus. Afrontó una rebelión mudéjar y otra de sus propios nobles, y un descomunal lío sucesorio entre uno de sus hijos y algunos de sus nietos. Ordenó ajusticiar a su hermano Fadrique y quitó a su hermano Enrique los donadíos que le había dejado el padre de ambos, Fernando III. Repobló no sólo zonas del sur peninsular, sino también gallegas, asturianas y vascas. Intentó, sin éxito, ser emperador. Limitó mucho la autonomía de las ciudades. Legisló sobre las más variadas materias: la Mesta, los precios y los salarios, los pesos y las medidas… Creó nuevos impuestos, lanzó monedas nuevas, saneó la hacienda real. Autorizó la creación de nuevas ferias en veinticinco villas y ciudades. Celebró Cortes con gran frecuencia. Impulsó el uso del castellano, creó poesía en gallego. Fue un mecenas cultural, pero también un autor: escribió sobre las más variadas materias, desde el derecho y la historia hasta la astronomía, desde la medicina hasta el ajedrez o los dados…

Fue «un precedente de la modernidad», el rey que forja la España moderna, dice sobre Alfonso X el historiador Julio Valdeón. Y el que contribuye a la forja de la leyenda de Castilla, podría perfectamente añadirse: fue el último responsable de que toda una serie de invenciones y tergiversaciones sobre los orígenes de Castilla y sus mitos fundacionales entraran como hechos ciertos y contrastados en los libros de historia, en algunos casos hasta hoy mismo.

Desde finales del siglo XII y hasta mediados del siglo XIII, como hemos ido viendo a lo largo de este libro, un puñado de historiadores y de poetas se inventan una patria, una nación, que en realidad nunca había sido exactamente así. Crean una serie de mitos sobre los orígenes de Castilla y rodean de tintes legendarios falsos a algunos personajes reales del pasado. Se inventan las figuras de los jueces de Castilla. Presentan al pueblo castellano originario con un grado mayor de singularidad del que probablemente tuvo. Falsean la antigüedad de la independencia castellana, hasta el punto de que, de hacer caso a alguno de ellos, Castilla existiría como entidad política casi al mismo tiempo que la Asturias de don Pelayo. Nos cuentan la guerra que en los siglos X y XI se libraba contra los musulmanes como si fuera únicamente una guerra de religión, una cruzada, pese aque realmente no fue así hasta finales del siglo XII. A Fernán González, un dirigente político y militar que durante varios siglos después de muerto no fue considerado estelar, lo convierten los panegiristas castellanos en el padre de aquella patria soñada, en el líder carismático que sublima el afán de identidad y de libertad de todo un pueblo, y además lo hacen nieto de Nuño Rasura, uno de los inventados jueces de Castilla. Adjudican a Fernán González la creación del gran condado de Castilla, cuando verdaderamente se creó por iniciativa del rey leonés Ramiro II. Cuentan incluso que Fernán González venció en el campo de batalla al temible Almanzor, el principal caudillo militar del islam peninsular en toda la Edad Media, pese a que cuando Almanzor realizó su primera incursión de guerra en tierras castellanas el conde Fernán González llevaba ya nueve años muerto. Y, en fin, convierten al Cid, que en realidad fue un señor de la guerra lleno de claroscuros, en el ejemplo de la nobleza caballeresca, del vasallo leal, del hombre honrado, del buen cristiano, casi un santo. En la sublimación de todas las virtudes castellanas, en el héroe nacional por antonomasia, casi en un dios. En alguien capaz de pedir explicaciones al rey Alfonso sobre la muerte violenta del anterior rey, Sancho, y capaz también de ganar batallas después de muerto. Y en descendiente, por si todo fuera poco, del otro juez mítico, Laín Calvo.

Los creadores de esa Castilla mítica no fueron muchos, aunque de la mayoría de ellos se desconocen sus nombres. El edificio mítico castellano probablemente comenzaron a levantarlo los juglares del siglo XII y lo remataron los anónimos autores de los romances del XIV y el XV. Es muy posible que los primeros bebieran de los anónimos autores de los cantares de gesta, y especialmente del Cantar de Mío Cid. Pero tanto éstos como los posteriores pusieron ya en el edificio muchas piedras de su cosecha, muchos adornos de su invención: los autores, de nombre desconocido, de la Historia Roderici, del Liber Regum, de Linage de Rodrigo o de las Crónicas Navarras; el monje que escribe la Crónica Najerense; los obispos Lucas deTuy con su Chronicon Mundi y, sobre todo, Jiménez de Rada con su De Rebus Hispaniae; Gonzalo de Berceo y sus hagiografías en verso de distintos santos castellanos; el monje que trazó el Poema de Fernán González y el que hizo la Leyenda de Cardeña

¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué en muy pocos años, desde finales del siglo XII y hasta la mitad del XIII, un grupo disperso de autores reescribe la historia de Castilla? En resumen, por dos motivos muy simples: la política y el dinero. Las razones económicas son las que de modo prioritario mueven a quienes escriben en un monasterio. Berceo y el monje de San Pedro de Arlanza que crea el Poema de Fernán González, y el de San Pedro de Cardeña que pergeña la Leyenda de Cardeña para vincular su cenobio a la historia del Cid, tienen algo en común: hacen propaganda de sus respectivos monasterios, que han entrado en decadencia y necesitan nuevos estímulos que atraigan peregrinos y generen dinero. Pero a otro monje, el de la Crónica Najerense, probablemente no lo lleva a las invenciones el mismo motivo económico, sino otro político.

Navarra había desaparecido como reino independiente en 1076, tras el asesinato en el precipicio de Peñalén del rey Sancho Garcés IV. Una parte de la zona occidental se la quedó Alfonso VI de Castilla, y la mayoría del territorio y el propio trono fueron para el rey de Aragón, Sancho Ramírez. Unos años después, en 1134, tras la muerte sin descendencia de Alfonso I el Batallador, Navarra vuelve a ser independiente con un monarca de una nueva dinastía, García Ramírez el Restaurador. Pues bien: este rey era nieto del Cid, su madre era Cristina, una de las dos hijas de Rodrigo Díaz de Vivar. Quizás es ésta la razón por la que unos cuantos escritores navarros y riojanos (los de Crónica Najerense, Linage de Rodrigo, Crónicas Navarras y Liber Regum e incluso la Historia Roderici, que probablemente se escribió en Nájera) son los primeros que hablan de los primitivos jueces de Castilla y de que uno de ellos, Laín Calvo, era antepasado del Cid, y el otro, Nuño Rasura, era abuelo de Fernán González. Los navarros estaban dándole pedigrí y pasado histórico a su nueva dinastía, la del Restaurador, y trataban de exhibir un pasado glorioso lo más antiguo posible. Si la sangre del rey García Ramírez proviene, por vía del Cid, del juez castellano Laín Calvo, Navarra tiene tanta legitimidad histórica como Castilla, que desciende del otro juez, y mucha más que Aragón, que en aquellos tiempos remotos de los jueces castellanos ni siquiera existía. De ese modo, Navarra busca su propia supervivencia política: inventa argumentos para reforzar su independencia y su legitimidad frente a sus dos grandes vecinos peninsulares. Adorna el pasado castellano para, de ese modo, reivindicar su propio presente y asegurar su futuro.

En Castilla, las cosas son muy diferentes. A los creadores castellanos de los mitos les van a venir muy bien los avances en la invención que han promovido los navarros, pero los fines aquí son otros. En el siglo XIII, con la victoria en Las Navas de Tolosa de Alfonso VIII y las conquistas en el sur de Fernando III, Castilla era ya la potencia hegemónica peninsular, incluso una de las potencias europeas, pero su pasado no estaba a la altura de su presente. Los primeros héroes de la luego llamada reconquista eran asturianos, no castellanos. Asturias existía desde tres siglos antes que Castilla. León también había entrado en la historia más de un siglo antes. Hasta el reino original de Pamplona-Navarra podía presumir de un pasado más antiguo. “La consigna es clara: a Castilla, potencia hegemónica peninsular incuestionable, ha de corresponderle también un pasado no menos glorioso”, escribe el historiador F. Javier Peña Pérez, uno de los que más ha estudiado la creación y divulgación de los mitos fundacionales castellanos.

Peña Pérez habla de “la consigna” porque apunta que hubo un plan, que nada fue casual. Que a Fernando III no le habría gustado el Chronicon mundi, la historia escrita en 1236 por el leonés Lucas de Tuy por encargo de Berenguela, la madre del rey; un libro en el que se toma de los autores navarros y riojanos lo de los jueces de Castilla, pero se cuenta como una rebelión tiránica contra un poder legítimo, el de León. Y que, para darle réplica al de Tuy, al Tudense, el rey Fernando decide encargar otra historia donde las cosas se relaten como él las ve y las ha vivido. “Fernando III se pone manos a la obra con esa intención y comienza el proyecto repasando la lista de candidatos a la autoría de la nueva historia de España que él tenía perfectamente diseñada en su mente -escribe Peña Pérez-. “Repara en Rodrigo Jiménez de Rada, flamante arzobispo de Toledo, titulado en Bolonia y en París. Es un hábil diplomático y hombre de consenso, bien relacionado con la Santa Sede y asiduo acompañante de los monarcas castellanos en las campañas militares desde la batalla de Las Navas. Su perfil personal parece adecuado para plasmar en el pergamino las difusas impresiones del monarca”.

Así habría nacido en 1243, como un encargo del rey Fernando III, el De Rebus Hispaniae de Jiménez de Rada. La obra da la vuelta a la versión de los jueces de Lucas de Tuy: la tiranía era la que ejercía León, ante la que los castellanos responden de forma prudente con sus dos jueces. Y va más allá el obispo toledano: además incluye muchos de los otros mitos fundacionales castellanos que se habían ido generando de modo disperso en las décadas anteriores. El último paso lo da el hijo de Fernando III, el rey Alfonso X, al incluir esos materiales averiados, recopilados por Jiménez de Rada, en su Primera Crónica General, también conocida como Estoria de España, de la que se han nutrido docenas de generaciones de historiadores hasta casi hoy mismo. (…)

La nacion inventada. Una historia diferente de Castilla

Arsenio Escolar & Ignacio Escolar

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