Hubo tiempos en que me gustaban los toros, claro que también me gustaron el fútbol y el baloncesto. Uno evoluciona supuestamente para mejorar. Cuando me gustaban los toros solía ver las corridas de San Isidro y simplemente dejé de verlas sin echarlas de menos. Entiendo que hay arte en el toreo, riesgo, valentía... y muchas cosas más, pero ninguna de ellas me compensa del sufrimiento del toro.
Empecé por amar a Fermín, mi perro de agua que ya envejecido empieza a mostrar algunos dolores y claudicaciones propias de su edad. Desde el primer momento quise defenderlo, protegerlo y evitarle toda suerte de enfermedades y males, algo que evidentemente no fue posible del todo, pero me enseñó el amor a todos los seres vivos, me enseñó que la muerte o el dolor son los mismos con independencia de qué clase de animal se trate, que cuando duele una herida da igual de quién sea el cuerpo que la soporta, que la vida es vida, que hay sufrimiento y eso me basta. Y empecé a rechazar los toros y a apreciar la vida y el valor que conlleva.
También soy amante de mi tierra castellana y defensor de sus tradiciones. Somos fruto de ellas, de ellas venimos y a ellas nos debemos, ella es nuestra cultura. Por eso me duele más, año tras año, el Toro de Vega, porque es Castilla, es fusión con mis raíces, porque los toros en sus distintas versiones han alegrado las fiestas de mis pueblos, de mis antepasados, porque se pierde en la neblina de quinientos años de Castilla. Pero no es suficiente razón para mantenerlo; ser tradicional, estar tan profundamente hundido en nuestra historia, no justifica mantener una salvaje barbaridad. Porque los sentimientos humanos han cambiado con el paso de esos cinco siglos, porque somos más cultos y más sensibles, porque nos resulta más fácil –o debería resultarnos- ponernos en lugar del otro. Incluso cuando ese otro sea un animal salvaje y fiero, cuya condición le llevaría a asaetearnos si pudiera.
Varios miles de personas, muchas de ellas cultas, altruistas, defensores de un mundo mejor, colaboradores esforzados de ONGs, grandes padres, abnegados hijos, se han lanzado a las orillas el Duero a perseguir, acosar, derribar y matar a un animal. Todos ellos, a pesar de sus estudios, de su inteligencia o de sus sentimientos generosos, acudían impasibles, indiferentes, a presenciar la muerte del toro sin que el pulso o la conciencia les traicionara, sin importarles su supuesta condición de seres humanos ni el dolor prescindible e innecesario. Miles de ¿personas? han disfrutado como cavernícolas con la persecución hasta la extenuación del animal y de su alanceamiento final. Y al villano que tras el acecho hasta el agotamiento de miles de seres ¿humanos? le clavó la lanzada final le han subido al altar mayor del pueblo –laico como los tiempos que corren- aclamándolo como a un héroe popular, ensalzándolo como sólo se hace con quien logra grandes gestas en pro de la humanidad. Y el muy bestia dice creerse Cristiano Ronaldo; es lo que tiene la ignorancia y la memez colectiva, que encumbran a individuos ignorantes y memos que terminan creyéndose torpes ídolos de masas. Hasta para ser popular, hasta para ser un idolillo de tres al cuarto, pasajero y brutal, hay que estudiar.
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