Volvemos a detener nuestra mirada en el mundo rural, y lo hacemos con apasionada y honda preocupación. Cuando la crisis no ha remontado ni un ápice y nos sigue mostrando la caras cínicas de los corruptos y la podredumbre de la ciénaga política. Cuando la espada de Damocles de la Ley de racionalización y sostenibilidad de la administración local sigue amenazando sin piedad al mundo rural y a sus derechos civiles y patrimoniales. Cuando lo común y lo público han quedado pulverizados por el pensamiento tecnocrático y neoliberal que nos controla desde el poder financiero y político. Cuando las administraciones públicas y regionales siguen enredadas en la pasividad burocrática y en el manejo mezquino y caciquil del poder, es hora ya de que los habitantes del medio rural retomen su propio protagonismo en defensa de sus bienes públicos y concejiles. Es una responsabilidad que no deben y pueden orillar por más tiempo.
También los habitantes de la ciudad y la numerosa población vinculada a nuestro medio rural deberían sentirse implicadas honrada y solidariamente en la defensa de estos bienes comunes, a no ser que formen parte de esas cuadrillas de depredadores que han pretendido convertir a todas nuestras dehesas boyales en suelo urbanizado. Muchos de ellos se disfrazan ahora en amantes de la naturaleza y nos hablan con palabras hueras y oportunistas de “tierra de sabor”.
El 26 de septiembre, se presentó en el Jardín Botánico (C.S.I.C.) la Declaración de Valdeavellano de Tera (Soria) por la Defensa de los Usos Comunales en España, firmada por un amplio grupo de asociaciones, plataformas y fundaciones, estableciendo un decálogo de principios fundamentales a favor del reconocimiento de este patrimonio económico, social ambiental y cultural existente en nuestro país. En la base de esta declaración se encuentra el entusiasmo y empeño de muchos habitantes y asociaciones rurales comprometidas con los recursos y vida de los montes, con el buen manejo de los pastos o con la conservación de las tierras comunales que apenas hace medio siglo salvaron del hambre más cruel a muchas familias en las montañas galaico-leonesas, en la raya con Portugal, en las sierras ibérico-sorianas o en tantos lugares que el viento del éxodo rural ha dejado vacíos y sin fuerzas vitales. Los depredadores, los nuevos “agricultores de sofá” y las oligarquías financieras siguen al acecho de estos bienes comunes.
En Castilla y León, al menos 2.127.000 de hectáreas están consideradas como superficie catastral colectiva, concentrándose en los Ayuntamientos o en las Juntas Vecinales y compartiéndose su gestión con el Estado, o más bien con las Comunidades Autónomas (Montes de Utilidad Pública, sobre todo). Aunque tenemos testimonios bien representativos en todas las provincias, sobresalen los bienes públicos y comunales en las provincias de León, Burgos, Soria y Zamora. Aunque infrautilizados, ahí siguen como verdaderas “joyas de montaña” (M. Rodríguez Pascual) los puertos de merinas o “puertos pirenaícos”, configurando desde hace siglos extensas superficies de espacios comunales bien representativos de un quehacer ganadero secular y sostenible.
En las circunstancias actuales necesitamos repensar su integración en la vida del medio rural y en un desarrollo sensato. No pueden quedar al albur de los intereses más lejanos y privatizadores. Precisamente la FAO, por un lado, y la propia ONU, por otro, ante el fracaso de las garantías alimentarias a escala global y de las sucesivas frustraciones de las cumbres ante el cambio climático, ven en los recursos públicos y comunales una verdadera alternativa para frenar y detener los desmanes medioambientales y afrontar con inteligencia agroecológica y sentido común el futuro. Así, pues, la gestión de los comunales a escala local y regional se presenta como un reto apasionante que compromete a toda la sociedad. Ni los actuales instrumentos políticos están preparados para afrontarlo, ni las directrices productivistas y tecnocráticas de la PAC son el camino. En la defensa de este legado histórico y patrimonial todos estamos implicados, comenzando por la sensibilidad y sensatez de los poderes públicos y dando protagonismo a la cultura campesina, pues buena parte de nuestro futuro (medioambiental, agroganadero y forestal, cultural, social…) descansa en estos bienes, si sabemos conservar y optimizar sus recursos con armonía y solidaridad.
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