8 de abril de 2014

MAN, el museo sin gente.

El nuevo Museo Arqueológico Nacional (MAN) de Madrid es un espectáculo, un museo-joyero de reliquias hermosas al que le falta sentido de la historia y del paso del tiempo y, sobre todo, protagonistas


Artículo de José Cervera en Eldiario.es del 7 de abril de 2014.



Hay dos tipos de museos fallidos. Está el museo del viejo estilo, como lo fuera el viejo Museo de Ciencias Naturales de Madrid, como algunas salas del Muséum National d'Histoire Naturelle en París o como el glorioso Museo Egipcio en la Plaza Tahrir de El Cairo. Descendientes directos de los Gabinetes de maravillas ( Wunderkammer) renacentistas, son un batiburrillo de restos en las exhibiciones, un desmadre de piezas con aire de almacén con cristaleras. En el Museo Egipcio, por ejemplo, no encuentras un arco: hay cincuenta, de diferentes épocas, amontonados en inmensas vitrinas sin apenas etiquetas, sin ninguna explicación. Una habitación lateral puede estar repleta de las herramientas con las que se construyeron las pirámides pero no aparece ningún esquema de cómo se usaban o fabricaban.
Este tipo de museo es fantástico, si sabes de lo que se habla, porque puedes ver piezas poco comunes, analizar la variación a lo largo del tiempo, disfrutar de las diferencias y de los detalles. Pero si no sabes distinguir un cartucho de la VI dinastía de un grafito helenístico, estás muerto: es imposible abarcar la variedad o descubrir una guía.
El otro tipo de museo está mucho más de moda, y el ejemplo más llamativo quizá sea el joven Museo Inhotep de Saqqara, en Egipto. Se trata de un museo-joyero en el que se sacrifica la variedad por la excepcionalidad de las piezas: en un edificio ultramoderno y con una iluminación y montaje expositivo preciosistas y mínimos se exhiben apenas un puñado de piezas de carácter absolutamente excepcional. Es el museo como exposición de unos pocos tesoros de incalculable valor a los que se saca el máximo partido estético: la renuncia a cualquier intención didáctica en favor de la contemplación de maravillas sin contexto, sin explicación, sin apenas respaldo histórico. El museo como atracción turística exclusiva, estéticamente espectacular, vacía.
La nueva exposición del Museo Arqueológico Nacional (MAN) en Madrid pertenece a este segundo tipo: es un espectáculo, una exhibición de tesoros, un despliegue de hermosas maravillas. Es una forma de mostrarle al mundo los tesoros que ha dejado el pasado en nuestro país. Es una fardada que encantará a los turistas. Pero si acude a él queriendo aprender sobre la historia de la península y los pueblos que la habitaron, anda usted listo. Porque hay maravillas de la antigüedad, pero no hay gente.
Lo que sí que hay, y soy consciente de que me repito, son tesoros. Pero es que son muchos: el de Jávea, el de la Aliseda, el de la Puebla de los Infantes, el de Salvacañete, los varios de Palencia, el de Cangas de Onís-Vegadeo, el de la Torre de Juan Abad, la Vajilla de Abengibre, el Visigodo de Guarrazar, el de Recópolis, el de Mogón, el de Bentarique, el de Priego, el de Pamplona... Acumulaciones de monedas o joyas, típicas de momentos de inestabilidad y miedo social; almacenes de riqueza para cuando vengan tiempos de bonanza que nos hablan de familias y clanes en crisis, atemorizados por el futuro, queriendo garantizar la pervivencia de su posición y su estirpe.
Y el hecho de que haya tantos, y de que quedaran abandonados para que pudiésemos encontrarlos hoy, nos habla de las muchas eras del miedo que acumulan las tierras de España, y sus muchas víctimas. Porque encontrar hoy un tesoro demuestra que alguien quiso poner a salvo su riqueza, y que después no pudo volver a recogerla. Nos habla de personas, de gente individual aterrorizada, y después muerta. Nos habla de sentimientos.
En las hermosas y elegantes vitrinas del nuevo MAN no veremos a esa gente, ni sus temores, ni sus fallos, ni su desaparición. Veremos monedas primorosamente restauradas, espléndidamente iluminadas, estéticamente irreprochables. Veremos armas y aperos preciosos, joyas, hermosos vasos de cerámica, o de metal. Veremos objetos de estética arrebatadora a los que se ha sacado el máximo partido estético. Lo que no veremos es gente. Ni historia.
Veremos, sí, maravillas. La Dama de Elche y su severa elegancia antigua, con sus escoltas la Dama de Baza, la de Galera y las estatuas del Cerro de los Santos. Remontajes de núcleos de los talleres de sílex de las terrazas del Manzanares en Vicálvaro, de cuando Madrid era el centro del paleolítico mundial. Los toros de bronce del Santuario de Costitx, en Mallorca, modernos en su severidad y elegancia. Mosaicos romanos con caras que parecen retratos a base de teselas irregulares, como el de Medusa y las Estaciones encontrado en Palencia. Sarcófagos como el de la Orestiada, de Husillos, que prefiguran los capiteles de Frómista. La estatua de Livia, de hermosa factura clásica. El Estandarte de Pollentia, emblema de un colegio juvenil hispanorromano.
El bote de Zamora, un intrincado trabajo de labrado de marfil de la era andalusí. Portadas de arco en yeso de Al Andalus. Bosques de capiteles románicos de excepcional belleza. Los 'Dessert' de Carlos IV, miniaturas de ruinas romanas en materiales originales. El Ábaco Neperiano con el escudo de los Jerónimos de Madrid, en realidad dos calculadoras mecánicas para grandes números del siglo XVII. Bosques de capiteles románicos con sus danzas de santos y monstruos tallados por artesanos de toda la Península.
Lo que falta son otras cosas. Como un sentido de la historia y del paso del tiempo; la única escala temporal visible está a la entrada, codificada en hermosos colores que después no sirven para nada; es complicado saber cuál de las elegantes vitrinas corresponde a la época posterior, o seguir un orden cronológico a no ser que uno se guíe por los números para las audioguías, que tampoco son fáciles de ver. La gente que intenta aprender historia con la visita con frecuencia se pierde. Tampoco hay una interconexión de los diversos departamentos que ayude a entender el contexto de cada momento en el tiempo. No se explora el fenómeno de los verracos y las bichas, tan ampliamente extendidas por toda la Península, y su más que probable influencia oriental.
La espléndida colección de vasos áticos del departamento de antigüedades clásicas no se relaciona con las tumbas de la época ibera en las que ese tipo de cerámicas se usaba como urnas de enterramiento. Las diversas épocas egipcias no se conectan con las influencias norteafricanas y orientales de la era de colonización cartaginesa. En la Edad Media la exposición de objetos cristianos está separada de la de los islámicos, aunque ambos fueran coetáneos y se influenciaran. A menudo las mejores explicaciones están en las abundantes exhibiciones especiales para ciegos, que se pueden tocar. No hay un sentido de momento histórico, ni un recorrido claro.
Pero la ausencia más clamorosa es la de la gente; las personas que había detrás de los objetos. Los que tallaron aquellas estatuas; los que manejaron aquellos arados o cazaron con aquellas puntas de sílex. Los herreros que templaron los hierros, los tejedores que usaban los telares cuyas pesas abundan, los niños que jugaron con las canicas y las muñecas. No hay signos de la arrogancia que sin duda lució el portador de la espada con pomo de oro de la Edad del Bronce medio hallada en Guadalajara, o de la temible Jineta árabe del siglo XIV.
Apenas aparece un destello personal en las colecciones de urnas funerarias, o de vasos cerámicos, o las vajillas de plata iberas. Ni siquiera se nos cuenta gran cosa sobre el reyezuelo que fue enterrado en el monumento de Pozo Moro que preside uno de los patios del museo. Hasta las reconstrucciones de pueblos, ciudades y construcciones en 3D carecen de siluetas humanas; es como si los monumentos hubiesen brotado del suelo espontáneamente.


Hay personas en el MAN, pero están ocultas en los pequeños detalles, en los rincones de las vitrinas. En las pinzas de depilar iberas y en los estrigilos, rascadores que griegos y romanos usaban en los baños para limpiarse. En los delicadísimos cestillos tejidos con esparto de la Cueva de los Murciélagos en los que la gente del Neolítico se colgaba talismanes al cuello. En los colgantes Bullae que marcaban la infancia de los niños romanos. En la inmensa atención al detalle de quien talló el ídolo oculado de Extremadura, del Calcolítico.
En las inscripciones de las lápidas romanas, con frecuencia llenas de cariño y genuino dolor. En las placas de maldición (Tabellae defixiorum) que los hispanorromanos usaban para vengarse de enemigos. En las vainas de espada de importación con las anillas para colgarlas modificadas para adaptarse a la moda local. En las herramientas de labranza y oficio. En los tarros de perfume y las hebillas de la ropa. En las cerámicas sigiladas utilizadas para comer en el entorno doméstico. En los elaborados enterramientos de todas las eras, eje de uno de los recorridos temáticos ('Arqueología de la Muerte').

Incluso hay, si no errores, sí peculiaridades de etiquetado. Como el colador neolítico de cerámica de El Sabinar, que no se dice se usaba para hacer queso. O como las 'cadenas' en la vitrina de minería romana que son, en realidad, grilletes para esclavos. Se dejan pasar oportunidades para enlazar la vida de los antiguos con la actual, como en los mosaicos que celebran la victoria del equipo Rojo de cuádrigas, que podrían anunciar una victoria de Ferrari con cuatro caballos. O como la Tabla Gladiatoria hallada en Itálica que reproduce un discurso del Emperador Marco Aurelio quejándose de los elevados precios y los desmesurados ingresos de los organizadores de espectáculos y deportes, que además no pagan al fisco; cuanto más cambian las cosas, más siguen igual.
La arqueología huele a tierra, y a sudor. Recuperar restos del pasado es una tarea bastante física que, como en cualquier trabajo, se compone sobre todo de rutina recompensada muy de vez en cuando con un hallazgo excepcional, con un destello de belleza o verdad. La gente que excava, a veces con pincel, a veces con pico y pala e incluso con taladros neumáticos, lo que buscan es a otra gente. Los tesoros, como los fragmentos de cerámica basta, los cimientos de edificios o las esquirlas de hueso que forman el día a día de una excavación no son fines en sí mismos, sino pistas, datos, herramientas para conocer y comprender a la gente del pasado.
La arqueología pretende conocer la historia, que es la vida de millones de seres humanos que vivieron antes que nosotros; como nosotros y diferentes de nosotros. En el nuevo Museo Arqueológico Nacional no hay olores, ni personas, ni casi historia. Es como un regreso a la idea de las películas de Indiana Jones, una arqueología entendida como caza de tesoros con nombre y apellidos. Hay joyas, y tesoros, en un entorno aséptico y con una estudiada iluminación. Allí podrá usted fardar de historia, pero no aprenderla, porque la apariencia está por encima de la esencia. A lo mejor porque el problema no es del museo; quizá porque la nueva exposición del MAN es justo la exposición que nos merecemos.
Artículo de José Cervera en Eldiario.es del 7 de abril de 2014.

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